Columna | El precio de las migajas
Las estadísticas no requieren interpretación.
234 mil homicidios.
Más de 70 mil personas desaparecidas.
Más de 6 mil feminicidios.
Más de 140 mil violaciones.
Más de 65 mil casos de extorsión.
Un millón 537 mil 600 estudiantes menos en las aulas.
24 millones de personas sin acceso a servicios de salud.
62.7 millones sin seguridad social.
Y una economía que, pese a la retórica triunfalista, apenas alcanza un 0.8% de crecimiento anual.
Son cifras que en cualquier país funcional desatarían un debate nacional, una crisis de gabinete y una exigencia colectiva de rectificar el rumbo. Pero en México ocurre algo distinto: una parte significativa de la población sigue defendiendo al gobierno federal con fervor casi religioso, como si los números no representaran vidas, destinos y derechos perdidos, sino simples ataques políticos.
La pregunta, entonces, es inevitable: ¿qué motiva a tantos ciudadanos a seguir legitimando un proyecto que ha fallado en protegerlos?
La respuesta, aunque incómoda, es evidente: las migajas. Programas sociales que, lejos de convertirse en palanca de movilidad, funcionan como mecanismos de contención y lealtad. Transferencias monetarias que alivian una necesidad inmediata, pero que no cimientan un futuro. Beneficios que dan la impresión de inclusión, pero que mantienen a millones en la dependencia.
Este gobierno no inventó la política asistencialista, pero sí la convirtió en la principal herramienta para garantizar respaldo. En un país donde la desigualdad es profunda, donde millones viven al día, una pequeña transferencia puede significar estabilidad temporal. Y eso, para muchos, basta para perdonar lo imperdonable: la falta de seguridad, la precariedad de los servicios de salud, la erosión del sistema educativo y el estancamiento económico.
Pero el costo de esas migajas no es menor.
El país está hipotecando su porvenir.
Cada estudiante que abandona la escuela es una oportunidad perdida.
Cada persona que queda sin acceso a servicios de salud es un riesgo acumulado.
Cada trabajador sin seguridad social es una vida condenada a la incertidumbre.
Y cada familia que busca a un desaparecido carga con un dolor que ningún programa puede compensar.
El problema ya no es solo la incompetencia o la incapacidad institucional para responder a la crisis. El problema es la normalización. La resignación. Y, sobre todo, la disposición de muchos ciudadanos a aceptar un país deteriorado a cambio de un beneficio inmediato, aun cuando ese beneficio provenga de sus propios impuestos.
Mientras la relación entre gobierno y ciudadanía se mantenga en ese intercambio desigual —migajas a cambio de apoyo incondicional— la transformación no será más que una palabra grandilocuente vaciada de contenido.
México merece más que una narrativa.
Merece políticas públicas reales, instituciones fuertes, educación que no expulse, hospitales que sí funcionen, seguridad que no sea un lujo y oportunidades que no dependan de estar “en el padrón”.
La verdadera transformación comienza cuando la sociedad exige, no cuando agradece por lo mínimo.
Cuando cuestiona, no cuando repite consignas.
Cuando entiende que el futuro de un país no puede subastarse en pagos bimestrales.
Este gobierno terminará, como todos.
La pregunta es si para entonces habremos aprendido algo…
o si seguiremos entregando el futuro de México por un puñado de migajas.