¿Debe perder su empleo alguien que celebra un asesinato? La pregunta, tan inc贸moda como urgente, se instal贸 en el debate p煤blico tras episodios recientes de violencia pol铆tica. El argumento es directo: si matar a alguien por sus ideas es un acto abominable, entonces despedirlo por esas mismas ideas es un mal menor, incluso justo.
A simple vista la l贸gica parece s贸lida. El asesinato es la aniquilaci贸n definitiva: corta la vida y la voz. El despido, aunque doloroso, se queda en el terreno no violento de las relaciones contractuales. Se dir铆a que la libertad de expresi贸n sigue intacta porque no intervino el Estado. Lo que se pierde no es un derecho, sino un privilegio: trabajar en una organizaci贸n cuyos valores han sido traicionados.
Pero esta aparente claridad encubre una trampa. Equiparar asesinato y despido crea una falsa dicotom铆a: como rechazamos con raz贸n el extremo, parecer铆a que todo lo dem谩s queda autom谩ticamente legitimado. Y no es as铆. Entre la bala y la indiferencia existe un rango inmenso de respuestas posibles. Una sociedad madura puede condenar sin titubeos la violencia pol铆tica sin necesidad de abrazar una cultura de destierro laboral permanente por cada palabra ofensiva.
El verdadero dilema surge al preguntar: ¿cu谩ndo el discurso se convierte en acci贸n? Legalmente, rara vez. Socialmente, las empresas alegan que lo que un trabajador dice fuera de la oficina impacta en su reputaci贸n, en la confianza interna y en sus ganancias. De ah铆 nace la llamada “libertad contextual”: puedes decir casi lo que quieras sin temer c谩rcel, pero no sin arriesgarte a consecuencias sociales o econ贸micas.
El problema es que este poder no lo ejercen tribunales imparciales, sino corporaciones y multitudes digitales, movidas por la indignaci贸n del momento. Celebrar un asesinato parece una l铆nea clara, pero ¿qu茅 pasa con una opini贸n pol铆tica impopular? ¿O con un comentario antiguo, sacado de contexto? El terreno es resbaladizo y las reglas cambian cada semana.
En el fondo, el argumento que equipara asesinato con despido no es un tratado filos贸fico, sino una reacci贸n visceral ante un hecho grotesco. Nos recuerda algo cierto: la vida en sociedad depende de la confianza y quien celebra su destrucci贸n no puede esperar quedar indemne. Pero tambi茅n nos obliga a reconocer el riesgo de usar el empleo como castigo moral.
El reto no es elegir entre la bala del asesino o la cancelaci贸n del empleado. El reto es construir una cultura que sepa distinguir entre transgresiones graves y simples errores humanos. Una sociedad que condene con firmeza la violencia sin convertir cada desacierto verbal en una pena de muerte laboral.
Porque si la 煤nica herramienta que tenemos para defender nuestros valores es la ruina econ贸mica del disidente, habremos cambiado una forma de violencia por otra. Y entonces no viviremos en una democracia m谩s libre, sino en un campo de batalla silencioso donde cada palabra puede costar la vida civil de quien la pronuncie.
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