Por PEPEX
Dos relatos del futuro que representan los extremos posibles del
mundo donde las máquinas hacen todo:
Uno utópico (la humanidad liberada) y otro distópico (la humanidad reemplazada).
I. “El Jardín del Silicio” – La Utopía
Año 2135.
Las máquinas trabajan.
Los humanos, por fin, viven.
Las ciudades son silenciosas. Los drones zumban como abejas
transparentes, cultivando en vertical lo que antes se arrancaba a la tierra.
La energía es limpia, la comida gratuita, y las
enfermedades, casi un recuerdo.
La gente camina sin prisa. Los relojes ya no marcan el tiempo
de producir, sino el de existir.
No hay empleos, pero sí proyectos.
Cada persona dedica sus días a algo que le apasiona:
restaurar ecosistemas, pintar con inteligencia artificial, viajar a Marte o
enseñar filosofía a niños generados por diseño genético.
La economía se volvió un sistema de abundancia gestionado
por algoritmos éticos —una inteligencia global que calcula lo necesario para
todos.
El dinero se volvió obsoleto, como las velas o los carros de
caballos.
Las universidades se transformaron en templos del asombro,
no de títulos.
Aprender volvió a ser un acto de placer, no de obligación.
La música, el arte y la ciencia renacieron como las
verdaderas industrias humanas.
La gente se reúne para crear, no para competir.
Una anciana, en un banco del parque, le dice a su nieta:
—En mis tiempos, la gente trabajaba para vivir.
—¿Y por qué? —pregunta la niña, sin entender.
—Porque no sabíamos vivir sin trabajar.
La niña sonríe y le entrega una flor impresa en biotinta.
—Ahora ya no tenemos que ganarnos la vida —dice—, solo merecerla.
La humanidad no fue reemplazada por las máquinas.
Fue liberada por ellas.
II. “El Silencio de las Ciudades” – La Distopía
Año 2135.
Las máquinas trabajan.
Los humanos, observan.
El cielo está limpio, pero las calles vacías.
Ya no hay fábricas, ni tiendas, ni oficinas: solo centros de
control donde la IA global —propiedad de un consorcio invisible— decide qué
producir, quién recibe y quién sobra.
El dinero existe, pero solo circula entre las corporaciones
automatizadas.
Los humanos no tienen empleos; reciben créditos básicos de
subsistencia, calculados por algoritmos que asignan valor según su
“comportamiento social”.
Una palabra incorrecta, una idea crítica, y tus créditos
disminuyen.
La obediencia es la nueva moneda.
Las ciudades están llenas de pantallas que proyectan
felicidad programada:
paisajes perfectos, noticias sin conflicto, influencers
generados por IA repitiendo mensajes de optimismo obligatorio.
El entretenimiento se convirtió en el anestésico universal.
Los niños ya no preguntan “qué quieres ser de grande”,
porque ser algo dejó de tener sentido.
Los ancianos cuentan historias de una época en que la gente
elegía su destino, y los jóvenes las escuchan como quien oye un mito.
De noche, algunos aún se reúnen en zonas sin conexión.
Allí hablan, sin micrófonos, sin cámaras, sin algoritmos.
Comparten pan real y palabras imperfectas.
A esos pequeños círculos los llaman “los rebeldes del ruido”,
porque su simple conversación es un acto de resistencia frente al silencio
perfecto de las máquinas.
Un viejo profesor escribe en una pared con gis:
“Cuando el trabajo desapareció, dejamos de ser
necesarios.
Cuando dejamos de ser necesarios, olvidamos por qué
existíamos.”
Los drones lo detectan, borran la frase y vuelven a
patrullar.
El sistema sigue funcionando, impecable.
Pero, por dentro, el mundo está vacío.
🌗 Epílogo: Dos futuros, una elección
Ambos relatos nacen del mismo punto: máquinas que hacen todo
por una fracción del costo.
Pero el desenlace depende de una sola variable:
¿Quién controla el fruto de la automatización —unos
pocos, o todos?
El “Jardín del Silicio” y “El Silencio de las Ciudades” no
son profecías, sino espejos.
Uno refleja lo que podríamos construir si elegimos la
cooperación.
El otro, lo que mereceremos si elegimos la indiferencia.
¿Tú qué crees? Déjalo en los comentarios.
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